(Entrega anterior: “2. Carceleta del Palacio de Justicia”)
—¡CUENTA, CARAJO! —gritó alguien— ¡TODOS AFUERA!
Abrieron todas las celdas y todos debimos salir y formar. La “cuenta”
forma parte de la rutina diaria de todo penal. La hacen en la mañana y en la
noche, para verificar que no falte nadie. El técnico a cargo dice en voz alta
el apellido paterno y uno debe responder con el apellido materno y el nombre,
en ese orden.
—¡BUENAS NOCHES SEÑORES! —decía el técnico
—¡... OCHES! —debíamos contestar el saludo, fuerte y en coro, los
internos.
—¡ATENCIÓN A LA LISTA! —volvía a gritar.
—¡... CIÓN! —abreviábamos.
Luego iban llamando a uno por uno:
—¡MOYANO!
—¡VÁSQUEZ ÁNGEL! —tenía que ser
la respuesta.
Este dialogó lo repetí 166 veces en los siguientes meses.
En la carceleta, los llamados debían, inmediatamente a continuación,
coger una colchoneta de la pila (la superior, no otra) y dirigirse a su celda.
Yo había tenido el privilegio de poder escoger una, gracias al enfermero, así
que, una vez que di mi nombre, me dirigí al “Sheraton”.
Los homosexuales ya no estaban: los habían enviado a una de las celdas
comunes. En su lugar estaba Javier, que había atropellado a un motociclista y a
quien enviaban a Lurigancho a cumplir cuatro años de prisión, pues era, además,
la tercera vez que había sido detenido manejando borracho. Lo saludé, me contó
su caso, de lo más relajado, se echó en su colchoneta y durmió como un bebé
toda la noche.
Cuando le echaban llave a la celda le pregunte al técnico qué debía
hacer si tenía que ir al baño.
—La celda no se abre sino hasta mañana —dijo— así que apúrate y agarra
un balde.
Esa noche no dormí, pero sí usé el balde.
Al día siguiente, después de la cuenta matutina, más fotos, más huellas
digitales, un examen dental y, finalmente, la evaluación para determinar a qué
penal lo enviarían a uno. Antes de eso, la “paila”, que es como llaman en los
penales, indistintamente, al desayuno, almuerzo o cena y que consistió, esa
mañana, en leche de soya y un pan, servidos en una bandeja de acero inoxidable,
que, a falta de cubiertos, uno debía inclinar para poder beber (con el
consiguiente derrame) y luego lavar, en el baño de la celda común, y devolver.
Fue en ese momento cuando los avezados me vieron. Uno, joven, se acercó
y me preguntó por qué estaba yo allí. Aprendería después que uno es catalogado
por los internos según el delito y que responder “homicidio” o “robo agravado”
inspira mucho más respeto que decir “omisión de alimentación familiar” o
“tránsito”. Los que se ganan el desprecio son los de “delitos contra el honor
sexual” (a quienes les dicen “violines” o “ñatos” en la jerga carcelera), por
lo que suelen ocultar su delito, aunque al final siempre se sabe. Los que son
odiados son los violadores de niños y pagan su delito siendo sometidos a lo
mismo que hicieron. Sin piedad.
—Estoy por difamación —respondí (si se repitiera la ocasión inventaría
algo como “violencia agravada”).
Me miró con la cara del que escucha por primera vez una palabra.
—¿Difamación sexual? —preguntó
Antes de que le respondiera, un técnico nos calló y me ordenó regresar a
mi celda.
—¡TÍO! ¡UNA CHINA, PE!
No pararía de pedirme dinero hasta que salí de la carceleta, cada vez
que me veía. Por suerte no tuve que
volver a entrar a esa celda.
En los penales los rumores se escuchan todo el tiempo. Algunos —se
comprueba posteriormente— son ciertos, otros, no, y algunos otros son
malintencionados y sembrados por las autoridades. Por ejemplo, nos decían a
todos que nos iban a enviar al penal de Chincha, que era una mierda, pero que
por 400 soles (o 500 o 1000, dependiendo de la cara y de la desesperación del
interno) “podían influir para que se queden en Lima” o para “enviarlos a tal o
cual penal”. A pesar de haber sido advertidos de que esto pasaría, muchos caían
en la trampa. Lo cierto es que es una manera de exprimir al interno. Una de
muchas: a uno de mis futuros compañeros le llevaron comida, la que fue entregada
por sus familiares en la puerta de la carceleta. No recibió nada, tuvo que
COMPRAR su propia comida, que además se había reducido en volumen. Los
periódicos de S/. 0,50 cuestan adentro S/. 2,00 y los cigarrillos se venden a
S/. 1,00 la unidad.
La Junta Calificadora me entrevistó, no más de tres minutos, nuevamente
datos generales, delito, qué profesión tenía y cuántos hijos. Luego,
“retírese”. Las siguientes horas son de incertidumbre. ¿Cómo haría mi familia
para visitarme si me enviaban a provincias? ¿Y si me enviaban a Lurigancho?
Cuando regresé a mi celda, Javier ya no estaba. En su lugar, un muchacho
de veinte años que había sido herido de bala en la pierna cuando trataba de
asaltar, en banda, a un comerciante de Gamarra. Estaba vendado, su familia no
sabía nada de él y no tenía ni un sol. No tenía muleta y se veía que la herida
le dolía. Se negaba a estar sentado y trataba de caminar, pero le era muy
difícil. Yo había visto afuera un palo de escobillón, ya sin cerdas, apoyado en
un rincón. En una de mis idas al baño, lo cogí y lo adapté para que funcionara
como muleta (no fue gran cosa, lo puse al revés y amarré, con una bolsa, un
trapo en el tramo más corto de la "T"). Al menos le sirvió para dar
unos pasos.
—Me han dicho que nos van a pegar cuando nos lleven —me dijo.
—Ni cagando —le respondí, todo inocente yo—. Es ilegal.
Al rato recibí un paquete de mi familia: dos o tres polos, más ropa
interior, monedas, una botella de agua, galletas, un pantalón de buzo, papel
higiénico, un juego de sábanas y una frazada. Le di un par de monedas al
muchacho para que llamara a su familia, y compartimos las galletas. Ambos
estábamos a la espera de saber nuestro penal de destino.
Sería la una de la tarde cuando nos lo dijeron. Me tocaba Ancón II; al
muchacho, Lurigancho. Respiré solo un poco aliviado: si tenía que ir a un
penal, tenía que ser justamente a ese. Uno de los técnicos me dijo que era un
penal tranquilo.
A la hora aparecieron dos policías, grandes y poco amables. Me llamaron
por mi nombre y dijeron que sacara mis cosas. En el patio me encontré con dos
internos más que también iban a ser trasladados. Estaban desnudos, de pecho
contra la pared. Sus cosas estaban desparramadas en el piso, a su espalda. Uno
(lo sabría después), era un estibador chalaco acusado de homicidio, que se iba
al penal de Sarita Colonia; el otro era uno de los homosexuales que habían
estado en el “Sheraton”, que se iba al penal de Miguel Castro Castro.
—¡DESNÚDATE, CARAJO! ¡RÁPIDO! —me dijo uno de ellos— ¡CONTRA LA PARED!
Así lo hice.
—¡PÉGATE A LA PARED, CARAJO! —volvió a gritar, una vez que estaba
desnudo— ¿ESTAS SON TUS COSAS? ¿QUÉ TANTA HUEVADA TIENES? ¿ACASO CREES QUE TE
VAS DE VACACIONES? ¿TIENES PLATA?
La única pregunta que podría haber respondido era la última, así que lo
miré y dije:
—Sí, me han dejado para mis llamadas.
—¡NO ME MIRES, CARAJO! ¿CUÁNTA PLATA TIENES?
—No sé, quince soles.
La verdad no tenía ni idea de cuánto me habían dejado, eran monedas de
un sol y de cincuenta centavos. Después sabría que eran casi cien soles.
—Te voy a dejar dos soles —me dijo con todo desparpajo.
—¿Dos soles? ¡No me va a alcanzar para nada! — protesté.
—¡NO ME DISCUTAS, CARAJO! —y levantó la vara amenazante.
Pude ver que el otro policía les estaba pegando a los otros dos. Con
fuerza, en la espalda y las piernas. Después supe que a muchos de mis futuros
compañeros, gente que estaba por omisión a la alimentación familiar, algunos de
la tercera edad, también les habían pegado e, incluso, aplicado choques
eléctricos. El muchacho de Gamarra tenía razón: pegaban, aunque fuera ilegal.
—Ahorita me pega —pensé— pero a este conchesumadre lo cago cuando salga,
así sea lo último que haga.
Comencé a recorrer su uniforme con la vista, y repentinamente vi su
nombre, que me quedó grabado (sé que te diste cuenta, Pedro, tus apellidos,
también, uno rima con “karma”). Nuestras miradas se cruzaron y algo en mi
rostro debió decirle que no era prudente pegarme.
—Ya no jodas, que no te voy a pegar
Se quedó con el dinero y con el papel higiénico. Gracias a eso, una vez
que me vestí, solo me esposaron las muñecas, por delante, sin ajustar (a otros
se lo hacen, con las manos en la espalda, y eso causa daño); tampoco me
esposaron los tobillos, lo que me permitió, una vez vestido, salir caminando
sin dificultad de la carceleta.
Afuera había un sol brillante y mucho calor, mientras que en la oscura
carceleta hacía frío. Subimos los cuatro al transporte del INPE, una camioneta
cerrada, de color blanco, a la que le dicen “La Ambulancia”. Yo estaba con mi
chaqueta polar, el estibador envuelto en su frazada, al igual que el
homosexual. Yo sudaba como en sauna; los otros dos, peor. Pedro, el policía, se
sentó en un compartimiento aparte, desde el que lograba vernos. No podíamos ver
la calle.
Pensé que me llevaban a Ancón II.