(Entrega anterior: “1. Inicio de una pesadilla”)
Había escuchado hablar muchas veces de ese lugar, pero no sabía nada de él. Aprendí que era una especie de centro de acopio de todos los detenidos de ciertas zonas de Lima. Básicamente eso significa que allí se llega por toda clase de delitos: desde los más graves, como homicidio, extorsión, robo agravado, tenencia ilegal de armas, narcotráfico y delitos contra el honor sexual, hasta los más leves, como accidentes de tráfico y omisiones al pago de la asistencia familiar.
Por difamación agravada, delito por el que se me había sentenciado, no
debería haber nadie allí (ni en ninguna otra parte), pues según la ley, no
existe prisión efectiva para estos casos. Según la ley, no según la jueza.
El hecho es que me encontraba allí.
Eran las cuatro de la tarde cuando comencé con la rutina que todo recién
llegado debía seguir. Lo primero son las huellas digitales, de todos los dedos
de ambas manos, de las palmas, del canto de la mano, luego los formularios,
varios, en los que vuelven a preguntar el nombre, el delito, la dirección,
luego huellas digitales de nuevo, las fotos, de frente, de un lado, de otro,
luego otra habitación, más huellas, otra vez los datos. Uno es conducido de un
lado a otro, hasta que llega a la revisión médica, en la que un enfermero pregunta,
una vez más, los datos generales (nombre, edad, estatura, delito), los
antecedentes médicos (enfermedades, medicación) y luego hace un examen visual
en el que uno es obligado a desnudarse con la finalidad de ver si tiene algún
tatuaje particular o si ha llegado con huellas de golpes o heridas, de manera
que el INPE salve su responsabilidad cuando, horas o días más tarde, el recluso
sea enviado a alguno de los muchos centros penitenciarios que hay en el país.
Es en la carceleta del Palacio de Justicia donde una comisión formada por un
abogado, un psicólogo y un asistente social decide el destino de los que allí
llegan. En sus manos está el enviar a alguien a Lurigancho, a Sarita Colonia, a
Miguel Castro Castro o a donde quieran.
Mientras esperaba a que terminaran con el examen de los que me
antecedían, se me acercó el técnico del INPE que estaba a cargo de la guardia
(trabajan 24 horas y descansan las siguientes 48, de manera que uno ve las
mismas caras cada tres días).
—¿Qué hace usted acá? —me preguntó, muy educadamente.
Le expliqué brevemente mi historia hasta el momento.
—¿Y a qué se dedica?
Me extendí un poco más, diciéndole que era ingeniero, que hacía
consultoría y trabajaba con compañías mineras. Cuando me preguntó con cuáles, di
algunos nombres, y cuando quiso saber qué clase de trabajos hacía, le describí los más recientes (muy técnicos ellos). En este punto me di cuenta
de que entendía bien lo que yo le explicaba (había mencionado recuperaciones
metalúrgicas, cianuración de minerales auríferos, control de procesos
automáticos y cosas parecidas). Mientras me preguntaba a qué venía tanta
curiosidad, me dijo:
—Yo también soy ingeniero. Químico.
—¿Y qué hace aquí? —pregunté, sorprendido.
—Vueltas que da la vida —respondió.
Recuerdo haberme quedado mirándolo, olvidando por un instante mi
situación, cuando él me dijo:
—Ingeniero, no se preocupe, yo lo voy a colocar en una celda en la que
no lo molesten, quédese aquí después de que termine su examen médico.
Tremendo favor que me hizo y por el cual le estaré agradecido siempre.
Al rato me asignó una celda conocida (de eso me enteraría mucho tiempo después)
como el “Sheraton”. Y es como si lo hubiera sido, pues en las otras dos celdas,
muchísimo más grandes, estaban mezclados todos, los primarios y los avezados, y
uno podía ser asaltado (era común quedarse sin zapatos o sin anteojos),
golpeado o simplemente hostigado. Más aún si se daban cuenta de que uno era
novato. El “Sheraton” brindaba seguridad, pues era una celda pequeña, para no
más de cuatro o cinco personas, que estaba al lado del puesto de guardia del
personal del INPE.
—No vaya al baño de allá —me dijo, señalando los baños que estaban en
esas celdas grandes, en las que podía ver deambular a los detenidos, algunos
con trazas patibularias—, usted puede usar el baño de los técnicos.
Mi examen médico fue rápido. El enfermero permitió que me quedara un
rato tendido en una camilla cuando supo de mi condición de hipertensión, y
verificó que mi presión arterial estuviera por encima de lo normal. Al rato me
dijo que mejor buscara un colchón, antes de que los demás lo hicieran, y que me
fuera a mi celda.
Salí y encontré una pila de lo que alguna vez fueron colchonetas. Muchas
habían perdido, parcial o totalmente, el forro de tela, y solo quedaba un rectángulo
de espuma sucia de unos cuatro centímetros de espesor y con agujeros. Encontré
una forrada, pero no limpia, con manchas de sudor y quién-sabe-qué-más en el
anverso y el reverso... pero era la mejor. La llevé al “Sheraton”, en donde
encontré a dos detenidos más: dos homosexuales que ejercían la prostitución en
la avenida Arequipa, acusados de haberle robado el celular a uno de sus
clientes.
Guardaron silencio cuando entré.
—Buenas noches, muchachos —dije, mientras acomodaba mi colchoneta en el
suelo.
—Buenas noches, señor —respondieron con voz aflautada, casi al unísono.
—¿Qué hacen aquí? —les pregunté.
Me explicaron lo del robo y que el juez había determinado su detención
preventiva, porque no podían acreditar ni trabajo ni lugar de residencia.
—Muchachos, necesito descansar, así que me disculpan —les dije, mientras
me echaba en el colchón intentando que ninguna parte de mi piel entrara en
contacto con la tela de la colchoneta (tal era mi asco). Mis compañeros de
celda, bajando un poco la voz por consideración, continuaron contándose sus
cuitas.
En la bolsa plástica que me habían llevado al juzgado, tenía una botella
de agua y dos calzoncillos de recambio. Extendí uno cuidadosamente sobre la
colchoneta, para usarlo de barrera entre mi nuca y la tela, y usé el otro para
cubrirme los ojos, pues en la carceleta nunca se apaga la luz, y a unos tres
metros sobre mí brillaban unos fluorescentes encendidos.
No tenía idea de la hora: la carceleta está en un frío sótano, adonde no
llega la luz exterior. Estaba muy cansado, a esa hora debería estar volando al
extranjero y todo se había puesto de cabeza demasiado rápidamente. Había cosas
pendientes del trabajo que no sabía cómo iba a solucionar, y lo peor, estaba
absolutamente confundido con respecto a lo que podría suceder durante los
siguientes días.
Me preparé a pasar la noche, pero sabía que no dormiría.
(Siguiente entrega: “3. Carceleta del Palacio de Justicia - continuación”)
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