lunes, 19 de octubre de 2015

3. Carceleta del Palacio de Justicia (continuación)

(Entrega anterior: “2. Carceleta del Palacio de Justicia”)

—¡CUENTA, CARAJO! —gritó alguien— ¡TODOS AFUERA!
Abrieron todas las celdas y todos debimos salir y formar. La “cuenta” forma parte de la rutina diaria de todo penal. La hacen en la mañana y en la noche, para verificar que no falte nadie. El técnico a cargo dice en voz alta el apellido paterno y uno debe responder con el apellido materno y el nombre, en ese orden.
—¡BUENAS NOCHES SEÑORES! —decía el técnico
—¡... OCHES! —debíamos contestar el saludo, fuerte y en coro, los internos.
—¡ATENCIÓN A LA LISTA! —volvía a gritar.
—¡... CIÓN! —abreviábamos.
Luego iban llamando a uno por uno:
—¡MOYANO!
—¡VÁSQUEZ  ÁNGEL! —tenía que ser la respuesta.
Este dialogó lo repetí 166 veces en los siguientes meses.
En la carceleta, los llamados debían, inmediatamente a continuación, coger una colchoneta de la pila (la superior, no otra) y dirigirse a su celda. Yo había tenido el privilegio de poder escoger una, gracias al enfermero, así que, una vez que di mi nombre, me dirigí al “Sheraton”.
Los homosexuales ya no estaban: los habían enviado a una de las celdas comunes. En su lugar estaba Javier, que había atropellado a un motociclista y a quien enviaban a Lurigancho a cumplir cuatro años de prisión, pues era, además, la tercera vez que había sido detenido manejando borracho. Lo saludé, me contó su caso, de lo más relajado, se echó en su colchoneta y durmió como un bebé toda la noche.
Cuando le echaban llave a la celda le pregunte al técnico qué debía hacer si tenía que ir al baño.
—La celda no se abre sino hasta mañana —dijo— así que apúrate y agarra un balde.
Esa noche no dormí, pero sí usé el balde.
Al día siguiente, después de la cuenta matutina, más fotos, más huellas digitales, un examen dental y, finalmente, la evaluación para determinar a qué penal lo enviarían a uno. Antes de eso, la “paila”, que es como llaman en los penales, indistintamente, al desayuno, almuerzo o cena y que consistió, esa mañana, en leche de soya y un pan, servidos en una bandeja de acero inoxidable, que, a falta de cubiertos, uno debía inclinar para poder beber (con el consiguiente derrame) y luego lavar, en el baño de la celda común, y devolver.
Fue en ese momento cuando los avezados me vieron. Uno, joven, se acercó y me preguntó por qué estaba yo allí. Aprendería después que uno es catalogado por los internos según el delito y que responder “homicidio” o “robo agravado” inspira mucho más respeto que decir “omisión de alimentación familiar” o “tránsito”. Los que se ganan el desprecio son los de “delitos contra el honor sexual” (a quienes les dicen “violines” o “ñatos” en la jerga carcelera), por lo que suelen ocultar su delito, aunque al final siempre se sabe. Los que son odiados son los violadores de niños y pagan su delito siendo sometidos a lo mismo que hicieron. Sin piedad.
—Estoy por difamación —respondí (si se repitiera la ocasión inventaría algo como “violencia agravada”).
Me miró con la cara del que escucha por primera vez una palabra.
—¿Difamación sexual? —preguntó
Antes de que le respondiera, un técnico nos calló y me ordenó regresar a mi celda.
—¡TÍO! ¡UNA CHINA, PE!
No pararía de pedirme dinero hasta que salí de la carceleta, cada vez que me veía.  Por suerte no tuve que volver a entrar a esa celda.
En los penales los rumores se escuchan todo el tiempo. Algunos —se comprueba posteriormente— son ciertos, otros, no, y algunos otros son malintencionados y sembrados por las autoridades. Por ejemplo, nos decían a todos que nos iban a enviar al penal de Chincha, que era una mierda, pero que por 400 soles (o 500 o 1000, dependiendo de la cara y de la desesperación del interno) “podían influir para que se queden en Lima” o para “enviarlos a tal o cual penal”. A pesar de haber sido advertidos de que esto pasaría, muchos caían en la trampa. Lo cierto es que es una manera de exprimir al interno. Una de muchas: a uno de mis futuros compañeros le llevaron comida, la que fue entregada por sus familiares en la puerta de la carceleta. No recibió nada, tuvo que COMPRAR su propia comida, que además se había reducido en volumen. Los periódicos de S/. 0,50 cuestan adentro S/. 2,00 y los cigarrillos se venden a S/. 1,00 la unidad.
La Junta Calificadora me entrevistó, no más de tres minutos, nuevamente datos generales, delito, qué profesión tenía y cuántos hijos. Luego, “retírese”. Las siguientes horas son de incertidumbre. ¿Cómo haría mi familia para visitarme si me enviaban a provincias? ¿Y si me enviaban a Lurigancho?
Cuando regresé a mi celda, Javier ya no estaba. En su lugar, un muchacho de veinte años que había sido herido de bala en la pierna cuando trataba de asaltar, en banda, a un comerciante de Gamarra. Estaba vendado, su familia no sabía nada de él y no tenía ni un sol. No tenía muleta y se veía que la herida le dolía. Se negaba a estar sentado y trataba de caminar, pero le era muy difícil. Yo había visto afuera un palo de escobillón, ya sin cerdas, apoyado en un rincón. En una de mis idas al baño, lo cogí y lo adapté para que funcionara como muleta (no fue gran cosa, lo puse al revés y amarré, con una bolsa, un trapo en el tramo más corto de la "T"). Al menos le sirvió para dar unos pasos.
—Me han dicho que nos van a pegar cuando nos lleven —me dijo.
—Ni cagando —le respondí, todo inocente yo—. Es ilegal.
Al rato recibí un paquete de mi familia: dos o tres polos, más ropa interior, monedas, una botella de agua, galletas, un pantalón de buzo, papel higiénico, un juego de sábanas y una frazada. Le di un par de monedas al muchacho para que llamara a su familia, y compartimos las galletas. Ambos estábamos a la espera de saber nuestro penal de destino.
Sería la una de la tarde cuando nos lo dijeron. Me tocaba Ancón II; al muchacho, Lurigancho. Respiré solo un poco aliviado: si tenía que ir a un penal, tenía que ser justamente a ese. Uno de los técnicos me dijo que era un penal tranquilo.
A la hora aparecieron dos policías, grandes y poco amables. Me llamaron por mi nombre y dijeron que sacara mis cosas. En el patio me encontré con dos internos más que también iban a ser trasladados. Estaban desnudos, de pecho contra la pared. Sus cosas estaban desparramadas en el piso, a su espalda. Uno (lo sabría después), era un estibador chalaco acusado de homicidio, que se iba al penal de Sarita Colonia; el otro era uno de los homosexuales que habían estado en el “Sheraton”, que se iba al penal de Miguel Castro Castro.
—¡DESNÚDATE, CARAJO! ¡RÁPIDO! —me dijo uno de ellos— ¡CONTRA LA PARED!
Así lo hice.
—¡PÉGATE A LA PARED, CARAJO! —volvió a gritar, una vez que estaba desnudo— ¿ESTAS SON TUS COSAS? ¿QUÉ TANTA HUEVADA TIENES? ¿ACASO CREES QUE TE VAS DE VACACIONES? ¿TIENES PLATA?
La única pregunta que podría haber respondido era la última, así que lo miré y dije:
—Sí, me han dejado para mis llamadas.
—¡NO ME MIRES, CARAJO! ¿CUÁNTA PLATA TIENES?
—No sé, quince soles.
La verdad no tenía ni idea de cuánto me habían dejado, eran monedas de un sol y de cincuenta centavos. Después sabría que eran casi cien soles.
—Te voy a dejar dos soles —me dijo con todo desparpajo.
—¿Dos soles? ¡No me va a alcanzar para nada! — protesté.
—¡NO ME DISCUTAS, CARAJO! —y levantó la vara amenazante.
Pude ver que el otro policía les estaba pegando a los otros dos. Con fuerza, en la espalda y las piernas. Después supe que a muchos de mis futuros compañeros, gente que estaba por omisión a la alimentación familiar, algunos de la tercera edad, también les habían pegado e, incluso, aplicado choques eléctricos. El muchacho de Gamarra tenía razón: pegaban, aunque fuera ilegal.
—Ahorita me pega —pensé— pero a este conchesumadre lo cago cuando salga, así sea lo último que haga.
Comencé a recorrer su uniforme con la vista, y repentinamente vi su nombre, que me quedó grabado (sé que te diste cuenta, Pedro, tus apellidos, también, uno rima con “karma”). Nuestras miradas se cruzaron y algo en mi rostro debió decirle que no era prudente pegarme.
—Ya no jodas, que no te voy a pegar
Se quedó con el dinero y con el papel higiénico. Gracias a eso, una vez que me vestí, solo me esposaron las muñecas, por delante, sin ajustar (a otros se lo hacen, con las manos en la espalda, y eso causa daño); tampoco me esposaron los tobillos, lo que me permitió, una vez vestido, salir caminando sin dificultad de la carceleta.
Afuera había un sol brillante y mucho calor, mientras que en la oscura carceleta hacía frío. Subimos los cuatro al transporte del INPE, una camioneta cerrada, de color blanco, a la que le dicen “La Ambulancia”. Yo estaba con mi chaqueta polar, el estibador envuelto en su frazada, al igual que el homosexual. Yo sudaba como en sauna; los otros dos, peor. Pedro, el policía, se sentó en un compartimiento aparte, desde el que lograba vernos. No podíamos ver la calle.
Pensé que me llevaban a Ancón II.

(Siguiente entrega: “4. Lurigancho”)

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