Veintitrés de junio de 2015. Once de la mañana. Después de la lectura de sentencia, planeaba
almorzar un buen bife, acompañado
con vino, e irme al aeropuerto. Durante casi tres años había estado defendiéndome de una acusación absurda, demostrando con pruebas concretas,
con testigos, con argumentos jurídicos,
lo descabellado de la demanda que me habían entablado. Estaba seguro de
escuchar el dictamen de mi inocencia, así que me presenté con calma al juzgado, y para ahorrar
tiempo, accedí
a la sugerencia de la jueza para que se leyera solo la parte resolutiva de la
sentencia.
—Se
condena al acusado a ocho meses de prisión efectiva y al pago de cien mil soles
de reparación
civil.
No
entendí
—o
no quise entender—
lo que había
escuchado. Le pregunté
a mi abogada qué
significaba eso exactamente.
—Te
quedas —me
dijo, pálida.
Y
me quedé.
Imperturbable (odio mostrar mis emociones), envuelto en una vorágine de ideas y de preguntas que me
hacía
y que me duraron los siguientes tres meses. Algunos pensamientos se decantaron en
ese lapso y algunas preguntas no las he podido responder con certeza hasta
ahora, aunque los indicios de lo podrida que está la justicia en el Perú se agitaran ante mis ojos. Luego
llegué
a la conclusión
de que es muy fácil
encarcelar a alguien en este país:
basta con inventar una acusación,
encontrar testigos que la corroboren y convencer de sentar jurisprudencia a un
juez inocente y crédulo,
con un sueldo bajo y muchas necesidades.
Esta
es la historia de los meses que permanecí en prisión. La escribo para no olvidar las
muchas cosas que me sucedieron o que vi. Lo hago como catarsis, pero también para que quienes me lean sepan un
poco más
de ese mundo y vean absueltas muchas de las preguntas que quisieran hacerme. Es
posible que no pueda seguir un orden cronológico —los recuerdos se mezclan—, pero no importa. Salvo algunos hitos
importantes, el resto es atemporal.
Tampoco
mencionaré
nombres, por respeto a los compañeros
que no quieren que sus tragedias sean públicas, y si fuera necesario, usaré seudónimos para identificarlos, salvo que
alguno de ellos me autorice a nombrarlo.
Detención
Una
vez dictada la sentencia de detención
en un tribunal, ya no hay posibilidad de nada. Siempre tienen a un policía vestido de civil que ya ha sido
alertado y está
atento a cualquier intento de fuga. Que los hay: uno de mis futuros compañeros de prisión salió como una flecha ni bien escuchó su sentencia, sin dar tiempo a que el
policía
reaccionara. Esta rápida
reacción
le permitió
conservar su libertad por un año
más,
hasta que fue capturado en un operativo rutinario, de esos en los que piden
papeles a todos, y enviado al penal Ancón II por dos años.
Mi
primera idea fue hacer lo mismo, pero me duró poco: pensé que empeoraría mi situación (lo cual habría sido cierto) y confiaba aún en que se trataba de un error que
sería
subsanado por mis abogados en un par de días.
—Se
ordena el inmediato internamiento del acusado —decía la jueza.
Atiné a hacer una llamada telefónica mientras la jueza le preguntaba
al demandante si estaba de acuerdo con la sentencia (evidentemente lo estaba:
había
logrado su objetivo, ya hablaré
de él
más
adelante), luego a mi abogada si apelaríamos, y finalmente, ordenaba que se
imprimiera y firmara la sentencia.
El
policía
se acercó
con las esposas y me pidió
que extendiese las manos. No quería
darle el gusto al demandante de verme así, de modo que le pedí al policía que por favor no lo hiciera. Le
consultó
a la jueza, quien, quizás
aguijoneada por un remanente de consciencia por lo que acababa de hacer, accedió, después de advertirme que no debía tratar de escapar. La miré con un desprecio que con el correr
del tiempo se acentuó
cuando supe de su trayectoria. También
me ocuparé
de ella en su momento.
Fui
conducido a un calabozo (me enteré
de que en todos los juzgados hay uno, para estos casos). Un cuarto con una
ventana con barrotes, una puerta de acero, paredes con inscripciones y nada más. No había baño, ni un lugar donde sentarse. Antes
le había
entregado todas mis cosas a la abogada, así que solo me quedé con lo que tenía puesto: la ropa con la que iba a
viajar. Ni reloj, ni correa, ni dinero, ni nada en los bolsillos.
—Mejor
entréguele
todo a su familia, porque si no se lo van a quitar —me dijo el policía.
No
entendí
bien qué
quería
decir, pero le hice caso. Horas más
tarde lo entendí
perfectamente.
Pasé unas horas como un león enjaulado, caminando de una pared a
otra, sentándome
por ratos en el suelo, pensando que en cualquier momento llegarían mis abogados para decirme algo como
que se trataba de un error o que habían
pagado la fianza (esto no existe, es influencia de las series policiacas
estadounidenses). Llegaron, sí,
pero solo para darme una muda de ropa más apropiada para lo que se me venía: un pantalón de buzo en lugar de mi jean, unas
viejas zapatillas a cambio de mis zapatos (escondería los pasadores en mi ropa interior,
sabía
que me los quitarían
y no hay nada más
incómodo
que no tener pasadores; luego aprendería
a hacer pasadores con las asas de las bolsas plásticas), y una chaqueta polar a cambio
de mi camisa. Nada más.
Habían
tenido que ir hasta mi casa, a una hora del juzgado, para traer lo urgente,
puesto que el tiempo corría
y en cualquier momento me iban a trasladar a la carceleta del Palacio de
Justicia. Llegaron a tiempo, gracias a que el policía —una de las pocas autoridades
comprensivas que encontré
en esos tres meses—
demoró
un poco mi traslado para dar tiempo a que llegase mi ropa.
Hecha
la muda, me dijo, casi pidiendo excusas, que estaba obligado a esposarme para
el traslado. Tuve que acceder y salí
así
del juzgado, hasta un auto que él
conduciría.
Empecé
a transpirar, no sé
si por el sol radiante o por el nerviosismo. Me senté en el asiento del copiloto y vi,
entre confundido e indignado, la avenida Javier Prado, luego el zanjón, el Estadio Nacional, la Plaza Grau,
y finalmente el Palacio de Justicia.
Se
abrió
la puerta de la carceleta, situada en la parte de atrás, pasé con el policía y bajé a su lado hasta el sótano, me quitaron las esposas y me
entregaron oficialmente al Instituto Nacional Penitenciario (INPE).
No
volvería
a ver la calle en tres meses.
Indignante Angel, espero con avidez la próxima entrega. Te reitero mi solidaridad...Un abrazo
ResponderEliminarLas 2 palabras más importantes del relato, importantes para todos, son: "SENTAR JURISPRUDENCIA".
ResponderEliminarA partir de aquí, con este precedente, ya todos somos vulnerables.
La jueza, más que necesidades, tiene carencias. Carencia de sentido común, dignidad profesional, y sobre todo criterio. Dónde están esos grandes jueces de antaño? Han quedado reducidos hoy a fantasmas y a remedos cadavéricos?
Algo bueno ha salido de todo ésto: tienes una pluma espectacular. He leído una historia verdadera que tiene un estilo literario... aceptable (jajajaja).
Estimado Ángel, aún sigue siendo increíble lo sucedido, reitero mi solidaridad contigo. espero la segunda entrega.
ResponderEliminarLA JUSTICIA PUEDE TARDAR PERO LLEGA, TAMBIÉN PARA LOS MALOS FUNCIONARIOS.
Te comento que en el pleito entre Fujimori, Montesimos con RBC cuando yo trabajaba en la Municipalidad, me pusieron orden de captura por unas observaciones fin fundamentos de la Contraloría. Hoy están presos los dos y tambien el contralos de ese entonces de apellidos Caso Lay.
Lo peor ya pasó, ahora hay que esperar que paguen los abusivos.
Marcos
Saludos, llegue desde http://de-avanzada.blogspot.com.co/2015/11/Angel-Moyano.html, leeré todos tus post. Gracias por comentar tu experiencia, adelante con tus proyectos.
ResponderEliminarLa dignidad que demuestras Angel, es un ejemplo. Eres un digno Salesiano. Difundiré tu experiencia entre los promos 1968.
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