jueves, 19 de noviembre de 2015

5. Lurigancho (continuación)

(Entrega anterior: 4. Lurigancho)

—¿Adónde vas? —me dijo el faite, ya acomodado a mi lado.

—A Ancón —respondí.

—¿Primera vez?

—Sí.

—¡Ah! Eres “ciego” entonces – y se concentró en una libreta que tenía en la mano.

Yo hubiera preferido que nadie me dirigiera la palabra, ni hablar con nadie. Quería pasar desapercibido, pero no sabía cómo. Tenía hambre y sed, estaba confundido y asustado.

—Tengo hambre, carajo, hay que hacer una chancha —dijo alguien.

Inmediatamente un tipo joven comenzó a pasar de uno en uno para recolectar dinero. Cuando llegó a mí, le dije que no gracias, que pasaba, que no tenía hambre (sí la tenía, pero no tenía dinero: me lo habían quitado). Cuando terminó la colecta, se acercó a la reja y comenzó a gritar insistentemente.

—¡JEFE! ¡JEFE! ¡TENEMOS HAMBRE! ¡YA, PUES!

Hizo ruido hasta que se acercó un policía y me dije: “acá se arma un lio”. No pasó nada: abrió la reja y dejó, con toda naturalidad, que saliera. Me pareció rarísimo, pero yo parecía ser el único en pensar así.

Julio, que así se llamaba el faite sentado a mi lado, se presentó, me estrechó la mano y comenzó imprevistamente a explicarme lo que me esperaba. La rutina diaria, cómo era la celda, cómo se podía salir de ella solamente dos horas al día, cómo las visitas eran una vez al mes, previo registro, y que solo se las podía ver a través de un vidrio o de una plancha de acero perforada. Me dijo que en su celda había ocho personas, dos de ellas con tuberculosis y ambos con condenas de 35 años. Me contó que él ya se había acostumbrado y que yo también lo haría “porque el hombre es animal de costumbres”, me dijo que con su cara de huevón era muy respetado, porque ya había pasado por Castro Castro, por Sarita Colonia, por Lurigancho, y allí ya sabían cómo era él. Me habló de su familia, que no lo visitaba nunca, de su ex mujer, de su mujer, de su trabajo; me mostró unos documentos que comprobaban que él no podía haber estado en el lugar del delito que le imputaban y que le había mostrado al juez. Me contó cómo había dejado, en la cárcel, y veintidós años atrás, la pasta básica de cocaína que lo estaba consumiendo, gracias a que uno de los integrantes de Los Destructores le había hablado como a hijo y hecho recapacitar. Narró sus aventuras como chofer de camión, me enseñó a robar petróleo, a “aprovechar” los repuestos no inventariados en los camiones que retornaban al taller y otras cosas. Habló durante dos o tres horas, y gracias a él, la espera no fue tan dramática. Nunca me preguntó nada, salvo mi nombre.

En algún momento había retornado el que salió a comprar. Traía una botella de Inca Kola de dos o tres litros y tres o cuatro envases plásticos embolsados que tenían pollo frito con arroz y papas. Los envases fueron pasando de mano en mano hasta que llegó mi turno.

—No, gracias —había dicho, aunque me moría de hambre, pues yo no había puesto ni un sol para la colecta.

—Come, huevón —me dijo Julio, que así se llamaba el que me contaba su historia—, que aquí todo se comparte y estoy seguro de que tienes hambre.

Acepté, comí un pedazo de pollo, un par de bocados de arroz y unas papas y le pasé el envase al siguiente. Me ofrecieron un vaso con gaseosa y también lo acepté.

Serían las ocho de la noche cuando se escuchó un alboroto. Llegaron varios policías y nos sacaron a todos. Nos llevaron a un pasadizo y nos hicieron formar en dos filas. Comenzaron a esposarnos a todos. Cuando llegó mi turno, volví a ver al policía que me había llevado desde la carceleta.

—Enmarrócalo con las manos adelante —le dijo al encargado de la labor— que a este lo conozco.

Esta vez me esposaron también los pies, así que, arrastrando con dificultad las cadenas y cargando la bolsa con mis pertenencias, fui conducido hasta un ómnibus del INPE, totalmente cerrado, en el que entramos. Estaba lleno y tuve suerte en encontrar el último asiento libre. Los que llegaron detrás de mí tuvieron que viajar de pie. Sudaba nuevamente, había demasiada gente. Nunca volví a saber del estibador.

No sé cuánto duró el trayecto. Sentía que nos escoltaba un patrullero, que iba abriendo el paso. Algunos de los presos se ponían de pie y lograban atisbar por las ventanillas enrejadas, muy pequeñas, que cumplían una función de ventilación. Imagino que para muchos eran las últimas imágenes de la calle en mucho tiempo. A veces reconocían algún lugar y lo mencionaban en voz alta, pero para mí todos los nombres eran desconocidos. El bus estaba en penumbra.

Se escuchaban diversas conversaciones: unos contaban cómo los habían atrapado, otros preguntaban por amigos y tenían respuesta de algunos. Se aprovechaba el traslado para intercambiar noticias y enviar saludos. Un muchacho joven me preguntó adónde iba, le dije que a Ancón y comenzó a darme los mismos consejos y descripciones que antes me había dado el faite en Lurigancho.

- Pero yo voy a Ancón DOS – le dije

Me miró fijamente.

- ¿Ancón 2? ¡Ése es tranquilazo, causa! ¡Yo ya estuve allí! Si vas al pabellón 3-A pregunta por el “Loco” Raúl, dale saludos del “Chino” Jorge, es de mi barrio, dile que eres mi causa. Él está a cargo.

Fue en ese momento que decidí que tenía que memorizar todos los nombres que escuchara. Sentía que podía ser necesario. “Loco Raúl Chino Jorge, Loco Raúl Chino Jorge, 3A, locoraúl chinojorge 3ª, locoraúlchinojorge3a”, comencé a repetir en mi mente, “está a cargo, está a cargo, 3A, 3A”

Alguien en el bus interrumpió mis pensamientos con un grito, “¡YA ESTAMOS LLEGANDO!”. Sentí que el ómnibus dejaba la carretera y comenzaba a circular lentamente por un camino accidentado, hasta que se estacionó.

- ¡PIEDRAS GORDAS! – gritó el policía que abrió la puerta.

Todos comenzaron a bajar. Mi penal era Ancón 2 y habían gritado “Piedras Gordas”. ¿Bajaba o no?. No estaba seguro de nada, así que cuando me llegó el turno de bajar, le pregunté al policía si debía hacerlo y me dijo que no, que esperara. Lo hice, hasta que el bus quedó prácticamente vacío. Me enteraría después de que el penal de Piedras Gordas, el de alta seguridad, “sello rojo” en jerga carcelaria, era vecino del que me correspondía y estaba situado unos centenares de metros antes.

Al rato el ómnibus se movió nuevamente, y diez minutos después se estacionaba en el Centro Penitenciario Modelo Ancón Nº 2. Solo quedábamos dos personas. Bajamos.

Estábamos en una especie de galpón. Había dos técnicos del INPE presentes. El que bajó conmigo los saludó con familiaridad. Luego me miró y me preguntó por qué estaba yo allí.

- Por difamación agravada – le dije – pero en realidad me han inventado el deli…

- ¡Ah! – me interrumpió sin miramientos - ¡Seguro vas a terminar en mi pabellón!

Me dio la espalda y se fue. Le pregunté a uno de los Técnicos si lo seguía y me dijo que no, que había que seguir el protocolo, pues yo era nuevo. Hacía frío y corría el viento.

—Pon tus cosas aquí y desnúdate —me ordenó con rudeza el otro técnico - ¿Traes plata?

— No – dije y agaché la cabeza una vez más.

Comencé a desnudarme.


(Siguiente entrega:  6. Ancón II)

2 comentarios:

  1. Increíble vivencia Ángel. La justicia en el país es de terror. Y como verás no son los sistemas, sino las personas las q debemos cambiar. Un.abrazo solidario y espero q de alguna manera, tan nefasta experiencia te sume a tus vivencias.

    ResponderEliminar
  2. México no es distinto (o más bien debería decir que Perú esta igual)

    https://books.google.com.mx/books?id=eWO9a_Tx4wQC&pg=PT4&hl=es&source=gbs_toc_r&cad=2#v=onepage&q&f=false

    ResponderEliminar