(Entrega anterior: 4. Lurigancho)
—¿Adónde
vas? —me dijo el faite, ya acomodado a mi lado.
—A Ancón
—respondí.
—¿Primera
vez?
—Sí.
—¡Ah! Eres
“ciego” entonces – y se concentró en una libreta que tenía en la mano.
Yo hubiera
preferido que nadie me dirigiera la palabra, ni hablar con nadie. Quería pasar
desapercibido, pero no sabía cómo. Tenía hambre y sed, estaba confundido y
asustado.
—Tengo
hambre, carajo, hay que hacer una chancha —dijo alguien.
Inmediatamente
un tipo joven comenzó a pasar de uno en uno para recolectar dinero. Cuando
llegó a mí, le dije que no gracias, que pasaba, que no tenía hambre (sí la
tenía, pero no tenía dinero: me lo habían quitado). Cuando terminó la colecta,
se acercó a la reja y comenzó a gritar insistentemente.
—¡JEFE!
¡JEFE! ¡TENEMOS HAMBRE! ¡YA, PUES!
Hizo ruido
hasta que se acercó un policía y me dije: “acá se arma un lio”. No pasó nada:
abrió la reja y dejó, con toda naturalidad, que saliera. Me pareció rarísimo,
pero yo parecía ser el único en pensar así.
Julio, que
así se llamaba el faite sentado a mi lado, se presentó, me estrechó la mano y
comenzó imprevistamente a explicarme lo que me esperaba. La rutina diaria, cómo
era la celda, cómo se podía salir de ella solamente dos horas al día, cómo las
visitas eran una vez al mes, previo registro, y que solo se las podía ver a
través de un vidrio o de una plancha de acero perforada. Me dijo que en su
celda había ocho personas, dos de ellas con tuberculosis y ambos con condenas
de 35 años. Me contó que él ya se había acostumbrado y que yo también lo haría
“porque el hombre es animal de costumbres”, me dijo que con su cara de huevón
era muy respetado, porque ya había pasado por Castro Castro, por Sarita
Colonia, por Lurigancho, y allí ya sabían cómo era él. Me habló de su familia,
que no lo visitaba nunca, de su ex mujer, de su mujer, de su trabajo; me mostró
unos documentos que comprobaban que él no podía haber estado en el lugar del
delito que le imputaban y que le había mostrado al juez. Me contó cómo había
dejado, en la cárcel, y veintidós años atrás, la pasta básica de cocaína que lo
estaba consumiendo, gracias a que uno de los integrantes de Los Destructores le
había hablado como a hijo y hecho recapacitar. Narró sus aventuras como chofer
de camión, me enseñó a robar petróleo, a “aprovechar” los repuestos no
inventariados en los camiones que retornaban al taller y otras cosas. Habló
durante dos o tres horas, y gracias a él, la espera no fue tan dramática. Nunca
me preguntó nada, salvo mi nombre.
En algún
momento había retornado el que salió a comprar. Traía una botella de Inca Kola
de dos o tres litros y tres o cuatro envases plásticos embolsados que tenían
pollo frito con arroz y papas. Los envases fueron pasando de mano en mano hasta
que llegó mi turno.
—No, gracias
—había dicho, aunque me moría de hambre, pues yo no había puesto ni un sol para
la colecta.
—Come,
huevón —me dijo Julio, que así se llamaba el que me contaba su historia—, que
aquí todo se comparte y estoy seguro de que tienes hambre.
Acepté, comí
un pedazo de pollo, un par de bocados de arroz y unas papas y le pasé el envase
al siguiente. Me ofrecieron un vaso con gaseosa y también lo acepté.
Serían las
ocho de la noche cuando se escuchó un alboroto. Llegaron varios policías y nos
sacaron a todos. Nos llevaron a un pasadizo y nos hicieron formar en dos filas.
Comenzaron a esposarnos a todos. Cuando llegó mi turno, volví a ver al policía
que me había llevado desde la carceleta.
—Enmarrócalo
con las manos adelante —le dijo al encargado de la labor— que a este lo
conozco.
Esta vez me
esposaron también los pies, así que, arrastrando con dificultad las cadenas y
cargando la bolsa con mis pertenencias, fui conducido hasta un ómnibus del
INPE, totalmente cerrado, en el que entramos. Estaba lleno y tuve suerte en
encontrar el último asiento libre. Los que llegaron detrás de mí tuvieron que
viajar de pie. Sudaba nuevamente, había demasiada gente. Nunca volví a saber
del estibador.
No sé cuánto
duró el trayecto. Sentía que nos escoltaba un patrullero, que iba abriendo el
paso. Algunos de los presos se ponían de pie y lograban atisbar por las
ventanillas enrejadas, muy pequeñas, que cumplían una función de ventilación.
Imagino que para muchos eran las últimas imágenes de la calle en mucho tiempo.
A veces reconocían algún lugar y lo mencionaban en voz alta, pero para mí todos
los nombres eran desconocidos. El bus estaba en penumbra.
Se
escuchaban diversas conversaciones: unos contaban cómo los habían atrapado,
otros preguntaban por amigos y tenían respuesta de algunos. Se aprovechaba el
traslado para intercambiar noticias y enviar saludos. Un muchacho joven me
preguntó adónde iba, le dije que a Ancón y comenzó a darme los mismos consejos
y descripciones que antes me había dado el faite en Lurigancho.
- Pero yo
voy a Ancón DOS – le dije
Me miró
fijamente.
- ¿Ancón 2?
¡Ése es tranquilazo, causa! ¡Yo ya estuve allí! Si vas al pabellón 3-A pregunta
por el “Loco” Raúl, dale saludos del “Chino” Jorge, es de mi barrio, dile que
eres mi causa. Él está a cargo.
Fue en ese
momento que decidí que tenía que memorizar todos los nombres que escuchara.
Sentía que podía ser necesario. “Loco Raúl Chino Jorge, Loco Raúl Chino Jorge,
3A, locoraúl chinojorge 3ª, locoraúlchinojorge3a”, comencé a repetir en mi
mente, “está a cargo, está a cargo, 3A, 3A”
Alguien en
el bus interrumpió mis pensamientos con un grito, “¡YA ESTAMOS LLEGANDO!”.
Sentí que el ómnibus dejaba la carretera y comenzaba a circular lentamente por
un camino accidentado, hasta que se estacionó.
- ¡PIEDRAS
GORDAS! – gritó el policía que abrió la puerta.
Todos
comenzaron a bajar. Mi penal era Ancón 2 y habían gritado “Piedras Gordas”.
¿Bajaba o no?. No estaba seguro de nada, así que cuando me llegó el turno de
bajar, le pregunté al policía si debía hacerlo y me dijo que no, que esperara.
Lo hice, hasta que el bus quedó prácticamente vacío. Me enteraría después de
que el penal de Piedras Gordas, el de alta seguridad, “sello rojo” en jerga
carcelaria, era vecino del que me correspondía y estaba situado unos centenares
de metros antes.
Al rato el
ómnibus se movió nuevamente, y diez minutos después se estacionaba en el Centro
Penitenciario Modelo Ancón Nº 2. Solo quedábamos dos personas. Bajamos.
Estábamos en
una especie de galpón. Había dos técnicos del INPE presentes. El que bajó
conmigo los saludó con familiaridad. Luego me miró y me preguntó por qué estaba
yo allí.
- Por
difamación agravada – le dije – pero en realidad me han inventado el deli…
- ¡Ah! – me
interrumpió sin miramientos - ¡Seguro vas a terminar en mi pabellón!
Me dio la espalda
y se fue. Le pregunté a uno de los Técnicos si lo seguía y me dijo que no, que
había que seguir el protocolo, pues yo era nuevo. Hacía frío y corría el
viento.
—Pon tus
cosas aquí y desnúdate —me ordenó con rudeza el otro técnico - ¿Traes plata?
— No – dije
y agaché la cabeza una vez más.
Comencé a
desnudarme.
(Siguiente entrega: 6. Ancón II)