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Nueva revisión de mis pocas cosas mientras yo tiritaba.
No encontraron nada de interés; ni siquiera los pasadores de las zapatillas
que, en un rapto de lucidez, había quitado de las que tenía puestas, envuelto
cuidadosamente y por separado y colocado al fondo de cada uno de los bolsillos.
Esos pasadores, prohibidos en las cárceles, pasaron todas las revisiones.
Me ordenaron vestirme y guardar mis cosas. Llenaron un
formulario con mis datos, tomaron mis huellas digitales y me dejaron solo. Al
rato llegó un tercer técnico del INPE que me condujo a lo largo de un largo
pasadizo a cielo descubierto, calculo de unos cien metros, con dos paredes de
concreto a ambos lados, coronadas por alambrada de puas y que terminaba en una
puerta de rejas.
—Espera aquí —me dijo, y se fue.
Detrás de la puerta había varios técnicos que
conversaban entre sí. Me ignoraron. Dejé mis cosas en el suelo y miré
alrededor. En el suelo había un colchón de espuma asqueroso y una frazada sucia
al costado. No sé cuánto tiempo estuve aguardando, hasta que uno de los
técnicos levantó la vista y me dijo
—¿Tienes hambre?
—Sí —le dije.
—¿Tienes plata?
—No —no mentí.
Algo en mí lo conmovió y ordenó que me trajesen algo
de comer. Luego supe que era una de las raciones que recibían los técnicos y
que alguno de ellos había dejado. Tuvieron la gran gentileza de calentarla al
microondas y me la dieron. Comí todo: pollo frito y arroz. Fue el primer plato
caliente en dos días, que me estaban pareciendo un mes.
El técnico que me había conducido hasta allí retornó y
me llevó, por un pasadizo similar y casi igual de largo, hasta la clínica,
donde debía pasar un nuevo examen. Nuevamente responder preguntas, nuevamente
desnudarme y nuevamente llenar formularios. Estaban un doctor y una enfermera.
Fueron amables.
Terminado el examen, salí de la clínica y vi un teléfono público. No tenía dinero, así que le pedí prestado al técnico del INPE que me escoltaba. Me miró con extrañeza.
—¿Y cuándo piensas
pagarme?
—Ni bien pueda —le
dije—. Por favor, tengo que avisar a mi familia que estoy aquí.
Me dio cincuenta
centavos, llamé y tranquilicé a mi gente.
—Ya llegué, estoy bien, me han dado de comer, es un
lugar tranquilo.
No pude decir nada más. En ese momento no sabía si era
un lugar tranquilo, pero mentí para no contagiar mi angustia. No tenía ni idea
de a dónde estaba llegando.
El técnico, al cual encontré semanas después y al que
le devolví su dinero, me condujo de regreso por donde había venido.
—¿Tienes colchón? —preguntó.
Obviamente no tenía nada, ni siquiera comprendí por
qué hacía una pregunta cuya respuesta era evidente.
—No —le dije.
—Agarra tu colchón y tu frazada, entonces —respondió.
Sí. Me tocaba el colchón de espuma asqueroso y la
frazada sucia que estaban allí tirados. Lo miré con cara de extrañeza, como
preguntándole si hablaba en serio.
- ¡Agarra pues, huevón, que no es hotel! – respondió
leyendo mi pensamiento.
Los cogí, asqueado, y comencé a arrastrarlos mientras
caminaba.
— ¡¡… y no arrastres el colchón!! —ordenó.
Y tuve que cargarlo, mientras recorría el largo camino
al Pabellón de Prevención.
Una vez que llegué allí, el técnico Gonzales, a cargo
del pabellón esa noche, me recibió y me condujo a mi celda. Todo estaba cerrado
y las celdas con candados. Había llegado después de las nueve de la noche, pues
esa es la hora en la que encierran a los internos, así que no vi a nadie: todos
parecían dormir, el silencio era total.
Mi celda, con capacidad para dos personas, era la
séptima de las diez que había en el segundo piso. No había nadie en ella, así
que me quedé solo. Le hice algo de conversación al técnico, que me tranquilizó
un poco. Recuerdo que me dijo que allí no había mucho que hacer, que la gente
jugaba pelota todo el día, que hacían campeonatos “hasta para tíos como tú,
Pensión 65”, aludiendo al programa gubernamental para adultos mayores, y que la
gente era divertida y muy original para los apodos, así que me preparara para
recibir uno. Nunca me lo pusieron. Pasado el tiempo, comencé a ser conocido
simplemente como “el ingeniero”.
—¡Ah! ¡El ingeniero! Sí, yo lo recibí la noche que
llegó, estaba asustado —le dijo el técnico Gonzales a alguna de mis visitas,
semanas después.
Y claro que estaba asustado, terriblemente asustado.
Cuando se fue, cerrando con candado la puerta
metálica, sin rejas, con una ventanilla que solo podía abrirse desde fuera,
comencé a examinar la celda. Tenía unos tres metros de longitud y la mitad de
ancho, un baño al fondo, sin taza, con solo un agujero en el que habían
colocado como tapón una botella plástica de gaseosa, llena hasta la mitad de
agua e invertida. “No saques la botella, sino cuando sea necesario”, me había
advertido el técnico, “es para que no se metan las ratas”. Dos literas de
cemento, una sobre otra; las paredes con inscripciones y una ventana pequeña, cubierta
por una plancha de acero con agujeros pequeños, que daba a un patio.
Puse el colchón sobre la litera inferior, la frazada
sucia sobre él, y acomodé encima la frazada que me habían enviado y que tenía
entre mis cosas. Más no podía protegerme de la mugre. Coloqué, encima de todo, la
única sábana que tenía. No tenía almohada, ni pijama, ni nada con qué cubrirme.
Recuerdo haberme antes lavado las manos, para descubrir que no tenía ni toalla
ni jabón, y que entre mis cosas solo había un cepillo de dientes y una pequeña
pasta dental.
Me eché y vi la inscripción en la pared que quedaba a
mis pies.
En
este lugar maldito
Donde
reina la tristeza
No se
castiga el delito
Se
castiga la pobreza
Me sonaba familiar, quizás era parte de un vals
(género que no conozco) y me prometí averiguarlo algún día. Ahora encuentro que
es una inscripción encontrada en el Palacio Negro de Lecumberri, famosa prisión
mexicana.
Apagué la luz y traté de dormir. Creo que lo hice de
inmediato, pues solo recuerdo después mucho ruido, demasiado: la estridencia
metálica con la que comienzan los días en los penales es increíble, parece que
los guardias estuvieran aleccionados para abrir puertas y candados de la manera
más bulliciosa posible.
Sentí pasos que se acercaban, ruidos de llaves, puertas
que se abrían, voces de “buenos días”, hasta que llegaron a mi celda. Sentí que
quitaban el candado y que luego empujaban la puerta.
Había comenzado el día. No sabía qué me esperaba
afuera ni quiénes, pero tenía que salir. Y no quería.
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