lunes, 19 de octubre de 2015

1. Inicio de una pesadilla

Veintitrés de junio de 2015. Once de la mañana. Después de la lectura de sentencia, planeaba almorzar un buen bife, acompañado con vino, e irme al aeropuerto. Durante casi tres años había estado defendiéndome de una acusación absurda, demostrando con pruebas concretas, con testigos, con argumentos jurídicos, lo descabellado de la demanda que me habían entablado. Estaba seguro de escuchar el dictamen de mi inocencia, así que me presenté con calma al juzgado, y para ahorrar tiempo, accedí a la sugerencia de la jueza para que se leyera solo la parte resolutiva de la sentencia.

Se condena al acusado a ocho meses de prisión efectiva y al pago de cien mil soles de reparación civil.

No entendí o no quise entender lo que había escuchado. Le pregunté a mi abogada qué significaba eso exactamente.

Te quedas me dijo, pálida.

Y me quedé. Imperturbable (odio mostrar mis emociones), envuelto en una vorágine de ideas y de preguntas que me hacía y que me duraron los siguientes tres meses. Algunos pensamientos se decantaron en ese lapso y algunas preguntas no las he podido responder con certeza hasta ahora, aunque los indicios de lo podrida que está la justicia en el Perú se agitaran ante mis ojos. Luego llegué a la conclusión de que es muy fácil encarcelar a alguien en este país: basta con inventar una acusación, encontrar testigos que la corroboren y convencer de sentar jurisprudencia a un juez inocente y crédulo, con un sueldo bajo y muchas necesidades.

Esta es la historia de los meses que permanecí en prisión. La escribo para no olvidar las muchas cosas que me sucedieron o que vi. Lo hago como catarsis, pero también para que quienes me lean sepan un poco más de ese mundo y vean absueltas muchas de las preguntas que quisieran hacerme. Es posible que no pueda seguir un orden cronológico los recuerdos se mezclan, pero no importa. Salvo algunos hitos importantes, el resto es atemporal.

Tampoco mencionaré nombres, por respeto a los compañeros que no quieren que sus tragedias sean públicas, y si fuera necesario, usaré seudónimos para identificarlos, salvo que alguno de ellos me autorice a nombrarlo.

Detención

Una vez dictada la sentencia de detención en un tribunal, ya no hay posibilidad de nada. Siempre tienen a un policía vestido de civil que ya ha sido alertado y está atento a cualquier intento de fuga. Que los hay: uno de mis futuros compañeros de prisión salió como una flecha ni bien escuchó su sentencia, sin dar tiempo a que el policía reaccionara. Esta rápida reacción le permitió conservar su libertad por un año más, hasta que fue capturado en un operativo rutinario, de esos en los que piden papeles a todos, y enviado al penal Ancón II por dos años.

Mi primera idea fue hacer lo mismo, pero me duró poco: pensé que empeoraría mi situación (lo cual habría sido cierto) y confiaba aún en que se trataba de un error que sería subsanado por mis abogados en un par de días.

Se ordena el inmediato internamiento del acusado decía la jueza.

Atiné a hacer una llamada telefónica mientras la jueza le preguntaba al demandante si estaba de acuerdo con la sentencia (evidentemente lo estaba: había logrado su objetivo, ya hablaré de él más adelante), luego a mi abogada si apelaríamos, y finalmente, ordenaba que se imprimiera y firmara la sentencia.

El policía se acercó con las esposas y me pidió que extendiese las manos. No quería darle el gusto al demandante de verme así, de modo que le pedí al policía que por favor no lo hiciera. Le consultó a la jueza, quien, quizás aguijoneada por un remanente de consciencia por lo que acababa de hacer, accedió, después de advertirme que no debía tratar de escapar. La miré con un desprecio que con el correr del tiempo se acentuó cuando supe de su trayectoria. También me ocuparé de ella en su momento.

Fui conducido a un calabozo (me enteré de que en todos los juzgados hay uno, para estos casos). Un cuarto con una ventana con barrotes, una puerta de acero, paredes con inscripciones y nada más. No había baño, ni un lugar donde sentarse. Antes le había entregado todas mis cosas a la abogada, así que solo me quedé con lo que tenía puesto: la ropa con la que iba a viajar. Ni reloj, ni correa, ni dinero, ni nada en los bolsillos.

Mejor entréguele todo a su familia, porque si no se lo van a quitar me dijo el policía.

No entendí bien qué quería decir, pero le hice caso. Horas más tarde lo entendí perfectamente.

Pasé unas horas como un león enjaulado, caminando de una pared a otra, sentándome por ratos en el suelo, pensando que en cualquier momento llegarían mis abogados para decirme algo como que se trataba de un error o que habían pagado la fianza (esto no existe, es influencia de las series policiacas estadounidenses). Llegaron, sí, pero solo para darme una muda de ropa más apropiada para lo que se me venía: un pantalón de buzo en lugar de mi jean, unas viejas zapatillas a cambio de mis zapatos (escondería los pasadores en mi ropa interior, sabía que me los quitarían y no hay nada más incómodo que no tener pasadores; luego aprendería a hacer pasadores con las asas de las bolsas plásticas), y una chaqueta polar a cambio de mi camisa. Nada más. Habían tenido que ir hasta mi casa, a una hora del juzgado, para traer lo urgente, puesto que el tiempo corría y en cualquier momento me iban a trasladar a la carceleta del Palacio de Justicia. Llegaron a tiempo, gracias a que el policía una de las pocas autoridades comprensivas que encontré en esos tres meses demoró un poco mi traslado para dar tiempo a que llegase mi ropa.

Hecha la muda, me dijo, casi pidiendo excusas, que estaba obligado a esposarme para el traslado. Tuve que acceder y salí así del juzgado, hasta un auto que él conduciría. Empecé a transpirar, no sé si por el sol radiante o por el nerviosismo. Me senté en el asiento del copiloto y vi, entre confundido e indignado, la avenida Javier Prado, luego el zanjón, el Estadio Nacional, la Plaza Grau, y finalmente el Palacio de Justicia.

Se abrió la puerta de la carceleta, situada en la parte de atrás, pasé con el policía y bajé a su lado hasta el sótano, me quitaron las esposas y me entregaron oficialmente al Instituto Nacional Penitenciario (INPE).

No volvería a ver la calle en tres meses.


(Siguiente entrega: 2. Carceleta del Palacio de Justicia)

5 comentarios:

  1. Indignante Angel, espero con avidez la próxima entrega. Te reitero mi solidaridad...Un abrazo

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  2. Las 2 palabras más importantes del relato, importantes para todos, son: "SENTAR JURISPRUDENCIA".

    A partir de aquí, con este precedente, ya todos somos vulnerables.

    La jueza, más que necesidades, tiene carencias. Carencia de sentido común, dignidad profesional, y sobre todo criterio. Dónde están esos grandes jueces de antaño? Han quedado reducidos hoy a fantasmas y a remedos cadavéricos?

    Algo bueno ha salido de todo ésto: tienes una pluma espectacular. He leído una historia verdadera que tiene un estilo literario... aceptable (jajajaja).

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  3. Estimado Ángel, aún sigue siendo increíble lo sucedido, reitero mi solidaridad contigo. espero la segunda entrega.
    LA JUSTICIA PUEDE TARDAR PERO LLEGA, TAMBIÉN PARA LOS MALOS FUNCIONARIOS.

    Te comento que en el pleito entre Fujimori, Montesimos con RBC cuando yo trabajaba en la Municipalidad, me pusieron orden de captura por unas observaciones fin fundamentos de la Contraloría. Hoy están presos los dos y tambien el contralos de ese entonces de apellidos Caso Lay.
    Lo peor ya pasó, ahora hay que esperar que paguen los abusivos.
    Marcos

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  4. Saludos, llegue desde http://de-avanzada.blogspot.com.co/2015/11/Angel-Moyano.html, leeré todos tus post. Gracias por comentar tu experiencia, adelante con tus proyectos.

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  5. La dignidad que demuestras Angel, es un ejemplo. Eres un digno Salesiano. Difundiré tu experiencia entre los promos 1968.

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